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domingo, 21 de julio de 2013

LIMPIAPARABRISAS CON GOLPES DE SUERTE




Por Carlos Valdés Martín

Al amanecer la joven limpiaparabrisas elige a su primer automóvil y se acerca con sigilo, escondiendo el bote con detergente, adivina la distracción de la conductora y salta hasta el cofre mientras lanza un chisguete de agua jabonosa. En una fracción de segundo expande espuma con una esponja hasta dibujar una cortina blanca. Su brazo zigzaguea veloz, luego de una zancada se mueve al lado opuesto y queda completa una espesura nívea. Tras un movimiento final del brazo aparece el cristal traslúcido. Promueve un gesto pidiendo clemencia a la conductora hierática, la cual acostumbrada a ese tipo de actos esquiva la mirada mientras escucha cual murmullo:
—Queda limpio, patrona… Deme una monedita —mientras abre más los ojos redondos que reflejan los rayos del sol matinal—… No he desayunado.
La conductora ha recorrido incontables veces la ciudad y se ha vuelto previsora, carga monedas en el cenicero, pues no faltan niños mendicantes que le rompan el corazón o limpiaparabrisas que ganen su caridad. Trae sueltos disponibles y los dosifica a lo largo del trayecto, abre una rendija de la ventanilla y entrega una moneda.
En esta ocasión la joven encontró una presa fácil y piensa: “Cuanto más tarde en aparecer el primer enojón mejor; la calle es difícil, pero se gana a golpes de suerte”.
No transcurre una jornada completa sin un conductor agresivo y quien se queje de que el jabón del pobre limpiaparabrisas daña su vehículo al escurrirse. A ella ese lamento le parece absurdo y siente que es amiga (la mejor) de los parabrisas.
Un conductor agresivo toca el claxon, grita, manotea, acciona sus limpiadores automáticos y hasta abre la portezuela amenazando con perseguirla. En ese caso, ella corre cual gacela.  Cuando se atemoriza trota y brinca como ninguna otra y le dicen Cierva, aplicando un apodo bien fundado y motivado. Quienes la apodan ahora ya olvidaron lo que ella contó de modo indiscreto, pero después guardó como un arcano.
A ella no le gusta reunirse con los demás vendedores y limosneros que rondan en las mismas esquinas. La moneda al líder o al policía en turno sí la paga, pero es un personaje insociable. No se junta con los otros desamparados en los largos viajes hasta las afueras de la ciudad, ni se esconde en los callejones para arroparse con cartón y cobijas sucias. Antes lo hacía, cuando era niña y estaba obligada a contribuir con el hogar disfuncional típico ensamblado con un padre alcohólico, madre incapaz, abuela paralítica, hermano “primodelincuente” y una imagen de la Virgen de Guadalupe bajo el techo de cartón.
Semejante a miles de olvidados sociales, se esconde entre las grietas del sistema urbano, pero con un disfraz distinto. Al anochecer ella toma otro rumbo y se desliza hasta un enorme jardín público cercano. Prefiere ese bosque capturado entre el corazón de la ciudad, de ese sitio hace casa y cobija. No debería pernoctar ahí, pues a los vagabundos la ley (inaccesible y hasta gélida) no les permite dormir entre los árboles centenarios y la hojarasca fresca. Cualquier guardabosque urbano con malas palabras y hasta a golpes aleja al mendicante que pretenda dormir en ese enorme parque; sin embargo, para su fortuna la vigilancia falla y nunca es omnipresente.  
Ella esconde un secreto: al caer la noche el contacto con árboles centenarios y arbustos que destilan aroma a savia terrestre desencadenan el hechizo de Coatlicoe, representación náhuatl de la madre tierra ancestral. Alejada de cualquier mirada, la joven se convierte en verdadera cierva de porte esbelto. Una vez cumplida esa metamorfosis súbita, la limpiaparabrisas abandona las preocupaciones y se dedica a comer los brotes más frescos hasta que se cansa. A un mamífero pardo le es fácil confundirse entre la espesura de ese bosque y acurrucarse bajo los arbustos.
La madrugada se anuncia con pájaros y el rugido lejano de los vehículos que abastecen la gran ciudad. La primera claridad la regresa a humana y ella vuelve a la rutina de miradas suplicantes y manos enjabonadas. Tras encarnarse en mujer se apresura para dedicarse a escalar cofres. No le atrae tanto el dinero ganado (siempre escaso) sino la belleza de los parabrisas, donde adora una curva sensual del cristal traslúcido y perfección inaccesible. Odia que esos cristales estén sucios, los quiere a todos relucientes y sin manchas. Por eso se precipita con su jabón sin preguntar, escudándose en una cara de inocencia y dejando al arbitrio recibir propina.
Es increíble lo rápido que desaparece la tranquilidad del alba y unos minutos después cientos de vehículos ya están aglomerándose sobre las calles. Elige a su primer vehículo y tiene éxito: la primera dama conductora ha deslizado una moneda. La venada bajo la piel morena se regocija como ante el olor de yerbas frescas.
Pero lo bueno no dura por siempre y el Barrecho aparece: es un mendicante que está casi enloquecido de pasión por Cierva. La sigue y asecha, no le habla ni la seduce. Son obvias sus intenciones, pretende arrastrarla por los cabellos y desgarrar su sexo todavía inocente. Cada vez que lo ve venir ella escapa en dirección opuesta. Hasta ahora ha sido más rápida. Él se desliza por las esquinas, agacha la cabeza, desliza su rudo esqueleto y se aproxima con una mueca ansiosa en los labios. En cuanto ella lo descubre escapa despavorida.
El Barrecho es corpulento y sucio, un desheredado que hurga entre los botes de basura un poco de comida y sobrevive obsesionado con satisfacciones sórdidas. Olvida su miseria consumiendo alcohol adulterado y sobrevive colectando desperdicios. El rigor de la calle y una costra de mugre ocultan su edad, él podría ser un adolescente anciano o un viejo sin cumpleaños, pero todavía es vigoroso y resistente al sol ardiente o las lluvias inesperadas.
El Barrecho la busca y espía, conforme pasan las semanas va apretando el círculo. La sigue desde la distancia, pero no resiste el deseo turbio y se delata, pues se acerca con premura, sale corriendo para atraparla de inmediato y ella escapa con su agilidad. Así ha sucedido una y otra vez. Aunque es lerdo para comprender, él ha llegado a la conclusión de atraparla cuando quede dormida y se promete ser sigiloso, manteniéndose a la distancia: entretenerse con botes de bazofia o morderse una manga sucia y surcada de costras antes de evidenciarse.
Pasa un día de asecho y, esa vez, ella no lo ha notado. Barrecho se mantiene a prudente trecho cuando cae la noche y las farolas encienden. Poco a poco, la ciudad se adormece. A la distancia la observa dirigiéndose al parque para deslizarse entre la abertura disimulada de una reja. La ha seguido sin ser notado, pero al rato se le ha extraviado, pues con el sitio en penumbras lo confunden los árboles y la hojarasca. Él deberá esperar hasta una noche de luna llena.
Ella no ha visto al Barrecho en varios días. Es plenilunio y el anochecer muy fresco. Ella ingresa al enorme parque por la misma abertura de siempre, pero ya sabemos quién la sigue, asechando a la distancia. Él — torturado por la misma obsesión y más furtivo después de tantos fracasos— observa desde fuera del lindero vallado. Se mantiene a la distancia aunque alcanza a distinguir la pequeña silueta, cuando presencia un prodigio: una bruma luminosa surge de la tierra y convierte a la limpiaparabrisas en un ser de cuatro patas y cuernos pequeños. Para él no es la primera vez que los humos de un licor adulterado o la resaca sin alimentos le provocan metamorfosis extrañas, así que no se paraliza ante lo inverosímil.
Él imita al merodeador que vio en alguna comedia, traspasa el vallado y avanza arrastrándose sobre el césped húmedo y oscurecido. Cubierto el trayecto, confirma que en el piso yace un montón de ropa femenina con señas jabonosas que desprende vapor.
En ese sitio ha desaparecido el escenario de la gran ciudad. Bastan unos metros de separación y emerge un paraje curioso, flanqueado por árboles, en el piso un prado húmedo y luz lunar iluminando cada figura. A corta distancia un ciervo de cola negra y blanca apunta diminutos cuernos y el olfato en contra del intruso. Ese paraje recuerda al baño mítico de Diana y sus Náyades, el sitio donde la mirada humana sería una profanación, sin embargo, a no muchos metros está la reja y tras ella, la enorme urbe tan agitada y profana como siempre.
El reflector de la luna aísla a dos contrarios: animal trasmutado y humano degradado. Barrecho esconde en su bolsillo un desafilado cuchillo de cocinero que saca para relucir contra un rayo de luz nocturnal.
La cierva reacciona con desconfianza y retrocede. El merodeador urbano se incorpora para mostrar que es el más fuerte y avanza con paso firme. A unos metros de distancia está la muchacha que ansía, convertida en carne animal sin palabras ni acusaciones. Tantas veces ha deseado atraparla que una figura extraña no lo desanima. El truco de convertirse en venada no lo desalienta, al contrario lo ha enardecido. Supone que las rejas lo ayudarán a apresar al animal, quizá exista un vértice o un espacio limitado que le sirva de trampa. Se mueve con prisa procurando interponerse entre el bosque espeso y su presa. La venada retrocede dando pasos de espaldas y sin perder de vista a su adversario.
Barrecho siente que está en una posición favorable y se lanza a la carrera, intentando forzar que la venada se tope con las rejas del parque. Gime y agita su cuchillo para provocar temor y mostrar superioridad. De inmediato el animal corre en sentido opuesto sin medir consecuencias y tras una breve carrera se estrella contra la verja opaca. Un sonido seco de carne agitando las barras rígidas del vallado se expande hacia la avenida contigua.
El desconcierto y dolor la agitan más. No se queja, resuella y torna hacia la derecha. Corre buscando alguna rendija que la aleje del hombre.
El Barrecho siente que ganará este juego. El animal es veloz pero él no teme, al contrario siente una emoción inesperada. Corre tras ella, pero cubriendo la zona boscosa para evitar la escapatoria definitiva.
La carrera de la cierva es irregular, por momentos agitada y luego trastabilla por el desconcierto. No encuentra el hueco por el cual su figura humana entró al parque. Su instinto atrofiado le indica seguir corriendo. Arranca y luego amaina dando una cabriola.
El Barrecho avanza y agita sus manos para amedrentar, pues imagina que la venada caerá desmayada o paralizada de miedo.
El animal percibe que hay una parte baja del enrejado. En verdad, el tamaño de los hierros verticales se reduce cerca de una puerta secundaria que permanece cerrada. Zigzaguea hacia allá, pero el perseguidor no pierde detalle y apura su trote.
La cierva toma vuelo, impulsa lo más posible su cuerpo y alcanza el borde de la reja. Sus piernas traseras golpean durante el salto, la desequilibran y cae de costado sobre el pavimento exterior: tras el verde parque descubre una superficie dura. El piso sólido le provoca dolor, la caja torácica sufre la compresión súbita y lanza un bufido con sonidos extraños, como si la garganta humana exigiera regresar al cuello rumiante. Se incorpora con gran dificultad y las patas le tiemblan. Espera que el perseguidor haya desaparecido. Siente mucho dolor pero es más el miedo. Al otro lado del valladar, la vista le falla, la luz de farolas eléctricas se combina con la luna, provocando brillos y contrastes que molestan esos ojos hechos para la espesura del bosque.
El Barrecho enojado corre hasta la reja, temiendo que su presa escape. Al llegar al vallado golpea con su cuchillo para escandalizar y grita:
—¡No te me escaparás, perra!
Incongruente que grite “perra”, cuando el prodigio es otro.
Tras esa amenaza y ruidos, la cierva salta con renovado pavor. Cruza y se enfila hacia la avenida donde avanzan varios automóviles en sentido opuesto. Esquiva a dos vehículos brincando a derecha e izquierda pero un tercero es imposible: un coche veloz y oscuro golpea el centro de su esqueleto que impacta el cofre.
El potencial de una masa mecánica avanzando a cien kilómetros por hora contra un animal sólido es un golpe atroz. El capó se dobla como papel, la cierva rueda hasta el parabrisas y se impacta, destrozándolo. El conductor se aferra al volante, pero el porrazo le abre el cráneo.
Lo que fue estruendo se convierte en silencio.
Desvanecido el prodigio lunar del bosque resurge una muchacha desnuda, con anatomía perfecta que yace arrollada sobre un cofre metálico salpicado de mil cristales rotos: moderno altar de sacrificios.
A la distancia algún testigo involuntario grita, los otros automovilistas bajan la marcha para curiosear un instante y se alejan con algo para contar en casa.
Sobre la avenida trazada a un costado del gran parque, quedan dos cuerpos entre los hierros retorcidos del accidente. El perseguidor frustrado y confundido mira pero no se atreve a acercarse cuando suenan las sirenas de las patrullas y paramédicos que acordonarán el sitio.
Los paramédicos arrancan al conductor agonizante que expirará tras ser entregado al hospital de urgencias. Al cuerpo desnudo no lo tocan, la evidencia de la muerte inmediata no es tema de paramédicos. La situación provoca suspicacias y deberán esperar a la instancia superior policiaca para un dictamen más estricto.
Los policías se extrañan por la desnudez de la chica sobre el parabrisas. Nadie la vio correr, nadie declara algo coherente.
Uno de los primeros policías en llegar comenta:
—Esa carita la he visto, es de una limpiaparabrisas; no daba problema, hacía lo suyo con esmero, no debía nada; pero nadie reclamará, era “niña-de-la-calle”, según tengo noticias.
—¿Algún nombre o seña de identidad?
—No me complique tanto, mi jefe, la gente de-la-calle no carga registros ni carnet ni nada, puros apodos, nada de nombres ni domicilios.
Por su parte, el perseguidor se mantiene escondido tras la reja metálica y entonces el hechizo del bosque, impulsado por otro designio extraño, le ordena con aliento broncíneo:
—Deberías convertirte en una alimaña del suelo asfaltado, fuera de mi recinto boscoso.
Barrecho siente la pesadez de la luna y se imagina convirtiéndose en un Gregorio Samsa sin relevancia alguna. Su alma se esconde bajo una cáscara de fruta prohibida, cuando siente que la mirada de venganza lo persigue.
Transcurren los minutos y la calma aleja a los curiosos de la avenida.
Una sábana blanca, mas no limpia ni radiante, se posa sobre la metamorfosis femenina. Bajo ese manto de discreción se apartan las miradas y la rutina burocrática envuelve al accidente de tránsito para clasificarlo y convertirlo en un caso cualquiera.
Los burócratas del tráfico acordonan el área y desvían a los vehículos en espera de un peritaje. El cielo se enoja y la luna huye de las nubes borrascosas. Comienza la llovizna con el chipichipi, luego nace una tormenta. El viento levanta las hojas del piso y la tempestad las arroja de vuelta hacia abajo. La orilla de la calle se convierte en arroyuelo y los truenos ocasionales causan desconcierto entre los pocos policías, ya cansados y ansiosos por alejarse. Una racha de viento inusitada cruje entre las ramas y empuja un árbol, donde su viejo tronco —horadado por una plaga íntima— se tuerce hasta reventar. Caen mil kilos de madera mojada que se precipitan hacia la acera, así las ramas, todavía frondosas, alcanzan hasta los vehículos detenidos junto a la escena. La tierra se levanta en una extraña humareda confusa, salpicada por agua y agitación de ramas. Los vigilantes se alejan en instinto defensivo y brincan sin cuidar las apariencias.
Terminado el estruendo los fisgones se escapan alarmados y el jefe a cargo regaña a los demás uniformados por comportarse como ardillas atemorizadas.
—No es para menos —objetan los presentes—, el árbol cayó sobre el “cuerpo del delito”.
En efecto, al disiparse el estruendo de la tormenta al vehículo del accidente todavía lo domina un amasijo de ramas y madera. El azar insatisfecho con un choque inverosímil suma el desgajamiento inopinado del árbol.
Alguien se queja:
—Es trabajo doble, además debemos traer una grúa y triturar el árbol.
Un vigilante curioso y oportuno se acerca más al sitio accidentado y objeta:
—Por si algo nos faltara, tampoco está el cuerpo femenino.
Crece el rumor de la extrañeza. El jefe a cargo, un moreno con insignias de bronce en bajorelieve, grita y se encarama hasta el amasijo de vehículo y ramas. Hurga bajo la sábana y extiende la mano como si del tacto surgiera lo que niega la mirada. Con espanto arrebata la sábana empapada, luego la estruja y arroja con furia al mismo sitio donde debía estar un cadáver. Todavía no ha regresado con el grupo de subordinados cuando ya lanza regaños y amenazas:
—¡Algún inútil se descuidó!
El jefe manotea el aire húmedo sin comprender. Señala su placa de bronce para remarcar autoridad y piensa un castigo para el causante de la desaparición del “cuerpo del delito”. Baja del vehículo con un brinco, breve y certero que quiebra el cascarón de una cucaracha que intentaba pasar desapercibida.
Abajo el jefe manotea un poco más y busca un culpable, pero todos a coro niegan y vuelven a negar, hasta que el jefe se tranquiliza.
Los encargados del acta judicial tacharon sus primeros informes e inventaron pretextos, pues resultaría una falta punible el reconocer que había desaparecido un cadáver ante sus ojos. Resultaría mejor argumentar que la chica estaba desmayada y al recobrar el conocimiento escapó del sitio como gacela asustada.

Finaliza la larga jornada de informes y limpieza, bajo el techo seco de sus casas —a manera de confidencia— los testigos comenzaron a contar lo que se volvió leyenda urbana. Desde entonces corre el rumor de que la raza de los limpiaparabrisas está integrada por inmortales que sobreviven tras cada golpe de suerte.