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sábado, 21 de julio de 2012

PLATA Y PETRÓLEO: RIQUEZA PLENA COMO IMAGEN DEL DESTINO NACIONAL



Por Carlos Valdés Martín







La imagen de alguna fuente misteriosa y plena de riqueza como sustento y destino de la nación ha marcado a México desde la Conquista.



Una riqueza sin límites, desbordante, pletórica… sin embargo expropiada, apartada y monopolizada por unos cuantos, que, para colmo de males, suelen ser extranjeros, extraños, mercenarios, vende patria. Una emanación del cuerno de la abundancia, suficiente y bastante que no llega a los hijos, sometidos a una perversa injusticia, siempre hambrientos y pobres. Esa fuente de riquezas difícilmente imaginable se prefiguró en la mente de los conquistadores, que avanzaban hacia tierras ignotas con la esperanza de un golpe providencial, que de soldados los convirtiera en grandes príncipes y potentados.

Las narraciones indican que Colón solamente prometió las especias y un comercio floreciente, pero ya tomadas las primeras islas en el Caribe, empezó a crecer una fiebre del oro entre los conquistadores. Para los exploradores el sueño se convirtió en convicción e idea fija, buscaban obtener riqueza rápida y a manos llenas. La noticia de la lejana Tenochtitlán —“ciudad de los palacios” que dominaba el altiplano de Anáhuac— se volvió un imán y reforzó la idea de una riqueza en espera de sus saqueadores. Para explicar su ansia por el oro, los conquistadores dijeron a los indígenas que ellos padecían una rara enfermedad que únicamente se curaba en presencia del metal amarillo. Sin embargo, el oro codiciado no estaba dispuesto en las cantidades que pretendían Hernán Cortés y sus huestes. Por la misma razón que para los americanos solamente representaba un adorno curioso y no un vehículo de la riqueza universal, el acopio de tesoros metálicos no se conocía . Los adornos de joyas, por abundantes que fueran, resultaron mínimos contra la exigencia conquistadora. Si tomamos la medida de la ambición externa, la conquista del altiplano mexicano fue una decepción, que se compensaba con un territorio enorme y con población diestra que se explotó de muchas maneras.

Con el paso de los años, la fantasía colonial de filones de metal precioso se descubrió como una realidad de plata. La tierra de Nueva España resultó avara en oro pero generosa en plata. El metal blanco resultaba de suficiente valor y utilidad como para restablecer el ensueño de una riqueza fabulosa. Extraño efecto de sustitución o vicario, que trajo un metal distinto, que fue la pieza clave para integrar la máquina de circulación: las monedas del mundo tuvieron el cuño de la Nueva España, y el imperio universal de los Habsburgo se convirtió en el protagonista. Juego de espejos, donde las expectativas se sustituyen: de la búsqueda de las especias de la India, se salta a la búsqueda de oro (y su mito de El Dorado), para aterrizar en las minas de plata de Nueva España y Perú. Desde el punto de vista de la representación, oro y plata son un par del metal valioso, si bien el oro vale más y posee mayor prestigio, la plata cumple la misma función en la economía y la imaginación. En particular, la minería de plata otorgaba un producto de valor concentrado que se podía mover por un mercado mundial creciente. La plata se colocaba en piezas o se acuñaba, con la ventaja de que la acuñación daba más certeza en los cambios. Ese metal acuñado se movía hacia los remotos rincones del mundo, y el mineral de las minas mexicanas se dirigía tanto hacia el Oriente, por la vía de la Nao de la China, como hacia Europa con los tributos al Rey y las compras de mercaderías. La colonia vive de un complejo sistema de explotación y producción, donde las haciendas se extienden en los rincones y se adaptan a los diversos climas, mientras las ciudades pequeñas se las ingenian en la artesanía y el comercio, mientras las capitales concentran el poder político y el gran comercio. El sistema económico colonial es de jerarquías complejas, atada a una cúspide lejana, sometida a un Rey que permaneció siempre ausente.

El tema de la plata no ofrece la imagen de una jerarquía sino de un privilegio: la cosa valiosa en sí, reverenciada por los diferentes estratos del sistema. De ahí crece su leyenda y nostalgia, la noción de un producto de extraordinario valor que coloca a la colonia en una posición envidiable, pero que no sirve a sus simples súbditos provoca una ausencia: la riqueza está ausente de esta tierra. A falta del bien material, existe una compensación, y la Iglesia impone una salida al cielo y también una obligación legal. Era obligatorio ser católico, y ante el panorama del valle de lágrimas, era un consuelo el credo católico, esperando una recompensa celeste. El cielo y la plata se hermanan como sustancias del más allá (el metafísico y el materialista), que se mantendrán en las aspiraciones colectivas durante la Colonia, y luego de la Independencia se conservan en modalidades distintas. La contradicción entre regiones ricas y sus propios pueblos miserables resulta incomprensible y odiosa para la visión superficial.

La historia colonial y postcolonial del mundo fue contundente y repitió la misma situación: las regiones ricas por naturaleza generaban pueblos miserables. Este efecto de contragolpe de la situación de riqueza natural (plata, otros metales, plantaciones, petróleo…) se repitió sin descanso durante siglos, y su efecto parece amainar y bajar en intensidad, aunque no ha desaparecido. Esta paradoja entre tierras ricas y poblaciones pobres la señaló con insistencia la teoría económica del colonialismo y neocolonialismo, atribuyendo este efecto a las colonizaciones rapaces, a la explotación capitalista, al imperialismo, al intercambio comercial desigual, a las relaciones inequitativas entre centro y periferia. De este efecto hizo una brillante descripción Galeano en Las venas abiertas de América Latina, donde recuenta de esa paradoja: naturaleza abundante y población miserable. Un catálogo breve de esa descripción: mineros de la plata y azogue en México y Perú; esclavos negros en las plantaciones de azúcar del Caribe y la tierra firme; la Pampa ganadera (con su periodo de auge) y gauchos desplazados; los mineros del estaño de Bolivia y sus pulmones con silicosis; etc. Sin embargo, Galeano y los teóricos del colonialismo no miran esta paradoja entre naturaleza rica y hombres pobres como un evento normal y sin remedio, al contrario forman la vertiente teórica de un llamado a la lucha, para superar esa contradicción. Luego de décadas de luchas, casi todas fracasadas y algunas victoriosas, el ambiente latinoamericano sigue conservando ese mismo sabor de boca: injusticias en las tierras abundantes. El diagnóstico lo dejo para otro momento, aquí anota la fuerza mental y de evocación de esa separación. De un lado, un flujo de riqueza y, contrapuestos, los desheredados, que (para colmo) también son los productores.

En algunas regiones, esta oposición es más aguda, precisamente, porque el objeto de la riqueza impresiona más. Los mexicanos crecimos en contacto constante con ese flujo contradictorio: nos atrae la riqueza plena pero no la poseemos, nos magnetizan la plata y el petróleo que se han convertido en una especie de símbolos patrios. La violencia de esa contradicción entre el objeto valioso que sale desde la entraña de la tierra y la población desposeída, sirve para evaluar la profundidad de la frustración nacional; una frustración que pueblos colocados dentro de un medioambiente pobre no sienten en ningún momento. La gente del hielo, los esquimales parecen adaptados a un entorno difícil, donde arrancar el sustento se mantiene como un reto diario.

La aceptación de que del país mana un flujo de riqueza incalculable provoca resentimiento, cuando muy pocos resultan favorecidos por ese manar de abundancia. Quizá esa tensión extrema sentida en cada individuo nos permite explicar que México haya sido uno de los países con fenómenos revolucionarios más marcados de América. Aunque la amargura de la desesperación por no poseer parte de la riqueza portentosa del país, no resulta un estado constante y activo (con excepción de los estallidos revolucionarios), entonces el estado de ánimo predominante debe oscilar entre rencor y conformismo. Este conformismo es una modalidad de anestesia del espíritu, para no mirar hacia la dirección de esa riqueza extrema que permanece inalcanzable y ofensiva. El conformismo y anestesiarse ante ese visión es la salida transitoria, mientras no estalla un acceso de ansiedad. Este ciclo entre ansiedad y conformismo, a nivel individual es otro espejo de los procesos de rebeliones cíclicas de México; aunque este proceso de psicología no fundamenta los procesos sociales en su integridad, es un elemento (reflejo-reflejante, totalizado-totalizante) de su dinámica.

De las especias al saqueo del tesoro y luego la plata triunfa. El descubrimiento y la etapa inicial de conquista en América están centrados en una búsqueda comercial en pos de una ruta hacia las especias orientales, entonces muy apreciadas por Europa. Colón murió pensando que colonizaba el lindero de Asia, donde obtendría esas especias. La búsqueda de riquezas y, en particular, de metales preciosos es antigua, pero incrementa su ímpetu durante el periodo abierto por la Conquista de América. El efectivo descubrimiento de las minas de plata de México y el Perú, convirtió en realidad ese apetito, y entregó un cuerpo plateado para la riqueza universal. El metal maleable y divisible es un cuerpo curioso, muy distinto de los seres orgánicos y biológicos, para los cuales sus miembros son fracciones sin remplazo. Córtese un fragmento a un lingote de plata y luego funda el metal para tener el lingote, nada sucede con esa permuta; es como con la matemática sencilla, suma y resta, que se termina igual. En fin, ese cuerpo curioso también es denso en valor comercial, susceptible de crear tesoros, que son separados con la avaricia, hacia recónditos escondites, lejos de la envidia. Además ese cuerpo curioso, siempre sigue el lema que mientras más mejor, cuando las acumulaciones de granos y ganado (las formas tradicionales de riqueza campesina) encuentran un límite, y se convierten en un problema, pues guardar mucho es más un problema que una solución. Ese cuerpo metálico, en fin, es un cuerpo de deseos que motiva envidia y atracción, por lo mismo se deberían establecer barreras imposibles de saltar. Si bien, la búsqueda de los metales preciosos causó furor, también el sistema colonial definió un límite estricto: el privilegio de los europeos sobre las poblaciones locales, nativas y mestizas. El sueño del oro se limitó a un estrecho círculo de privilegiados y la población nativa se quedó mirando, murmurando su desgracia y sin comprender lo que sucedía en los palacios y mansiones de los señores. Esta situación marca una dualidad tensa: por un lado, el deseo de riquezas, el ensueño de la plata americana, y, por el otro, la condena al reino terrenal, la maldición sobre la riqueza que es motivo de desgracia y opresión.

 Una ilusión también invita a sublevarse contra ella y recordar la cordura. Personalidades ilustradas miraron la fascinación por la plata y el oro como un defecto que debían combatir. Un pasaje interesante de Fernández de Lizardi cuestiona la pleitesía a los metales preciosos, plantea que la minería es una causa de miseria social y deformación moral de las personas. Indica: “No sólo el reino de las Indias (América española), la España misma es una prueba cierta de esta verdad. Muchos políticos atribuyen la decadencia de su industria, agricultura, carácter, población y comercio, no a otra causa que a las riquezas que presentaron sus colonias. Y si esto es así, como lo creo, yo aseguro que las Américas serían felices el día que en sus minerales no se hallara ni una sola vena de plata u oro. Entonces sus habitantes recurrirían a la agricultura, y no se verían como hoy tantos centenares de leguas de tierras baldías, que son por otra parte feracísimas; la dichosa pobreza alejaría de nuestras costas las embarcaciones extranjeras que vienen en pos del oro a vendernos lo mismo que tenemos en casa; y sus naturales, precisados por la necesidad, fomentaríamos la industria en cuantos ramos la divide el lujo o la comodidad de la vida” . Este tipo de opinión antagonista de los metales preciosos tampoco es exclusiva de los países sometidos al influjo directo de este tipo de minería, pues ha sido usual en el periodo de la revolución mercantil, donde el sistema monetario impactó a las economías no comerciales.

 El siglo XIX de desilusiones convence que la plata no remediará la pobreza de México. Luego de las advertencias proféticas de Fernández de Lizardi, las calamidades sociales y políticas del siglo XIX terminaron de convencernos que la plata no generaba suficiente riqueza para mantener al país, ni creaba una economía sana, ni proporcionaba felicidad social. Las tres décadas de Porfirio Díaz trajeron un tipo de producción más moderna, entrando el país en un capitalismo mejor definido que antes. Con la primera industrialización y el sistema ferroviario empezó a surgir otra leyenda de riqueza, pues lo que no pudo la plata, parecía prometerlo el petróleo. Sin duda los extranjeros le tomaron interés al petróleo mexicano, enviando compañías explotadoras, antes de que los mexicanos comprendieran que ese producto tenía un potencial extraordinario. Además la literatura europea le tomó interés a la visión de un mar interior mexicano, capaz de saturar al planeta con esa pasta negra.

 En cierto sentido, la expropiación petrolera no fue precedida de una amplia reflexión y opinión nacionales sobre el petróleo. El tema se había mantenido en los márgenes, cuando un veloz conflicto sindical y económico enfrentó a las compañías extranjeras con el Presidente Lázaro Cárdenas. El desenlace fue tan precipitado, como sus resultados exitosos y de largo alcance. Después de expropiado fue que creció la leyenda mexicana sobre la enorme riqueza petrolera. El proceso no fue tan rápido, y durante décadas nadie proponía que ese líquido oscuro sostuviera las finanzas nacionales; sin embargo, llegó la crisis petrolera de los setentas, subieron los precios, a nivel mundial quedaba claro que el producto poseía una rentabilidad extraordinaria, y el panorama cambió. Bastó el sexenio de José López Portillo para establecer el sueño de petróleo como plataforma de la salvación nacional. Aunque las expectativas son más grandes que los resultados del petróleo, esta visión de una enorme riqueza no se ha terminado. Una y otra vez, se repite la consigna de que “el petróleo es nuestro”, con la esperanza de que el “oro negro” cumpla sus promesas. Con el tema del petróleo se ha redondeado la lastimosa paradoja del destino nacional: país riquísimo en recursos naturales pero su gente es pobre. Este lema se repite hasta el cansancio, cada vez que se hace un balance del destino nacional, y nos lamentamos de la gran miseria que impera entre millones de mexicanos. Cuando pensamos sobre el país riquísimo en recursos naturales, lo que nos viene a la mente es plata y petróleo, como los gigantes que inauguran la procesión de la riqueza fabulosa.


 Evocación poética como en la Suave patria: México atrapado por fuerzas diabólicas. Escrito en 1921, el poema de la Suave patria muestra la disyuntiva de plata y petróleo como la naturalezas de fondo, problemáticas y hasta siniestras, pesando sobre el corazón de la nación. Por un lado, el poema dedicado a la nación es oportuno, pues tras la Revolución viene un resurgimiento nacionalista, que cuestiona al periodo anterior, las tras décadas de Porfirio Díaz, por ser “afrancesado”. Tras la Revolución el impulso nacionalista surge con renovados bríos, buscando una recuperación de una identidad propia y, mirando con desconfianza, al extranjero ambicioso. En ese contexto, se recupera la temática de la plata y el petróleo. En el poema aparece la alusión a ambos elementos en su conexión con el destino fundamental de la patria. La plata surge en relación a barro, esa tierra metamorfoseada en materia dura. “Tu barro suena a plata, y en tu puño/ su sonora miseria es alcancía” El elemento tierra se une a la plata, y por la paradoja dentro de la tierra miserable contra-suena con la plata atesorada en la alcancía. En esta imagen existe la plata, pero domina la tierra-barro-miseria. Luego en el mismo poema surge en petróleo, definiendo una especie de refrán popular: “El Niño Dios te escrituró un establo/ y los veneros del petróleo el diablo.” Contrasta el destino popular, el aire de la provincia, contra la riqueza desmedida del petróleo, que visto con la mentalidad del catolicismo pueblerino, parece un asunto del diablo, la riqueza demoniaca que somete al pueblo y lo hunde en la miseria. Así, en la imaginación poética, la plata y el petróleo quedan aliados como un trasmundo de riqueza que genera la pobreza del pueblo, sirven como la frontera nacional, que no se pude superar, porque está adentro; en fin, petróleo y plata se convierten en la doble maldición nacional, el destino manifiesto de una tragedia sin final. Ahora bien, la maldición sobre las materias ricas no es una constante, sobre esa cosa de trajines cotidianos hay ambigüedad. Algunos verán en la riqueza la tabla de salvación, y otros la perdición. El poema comentado se desliza hacia una visión de valle de lágrimas católico, por tanto la patria dibuja una arena de desgracias, matizadas por los multicolores gustos de la cohetería patria y su diversa cocina regional. Por su parte, el otro poema cimero, el México creo en ti, usa la metáfora del oro sintetizando la riqueza completa (como oro y plata, o lo que venga), para mantener la correlación con la tierra primigenia, bajo la figura del barro. Dice: “México, creo en ti, / Sin preocuparme el oro de tu entraña; / Es bastante la vida de tu barro / Que refresca lo claro de las aguas, / En el jarro que llora por los poros, / La opresión de la carne de tu raza.” Resulta curioso que este pasaje resulte tan cercano al de Suave patria, por la correlación entre la riqueza y la tierra convertida en humilde barro. En la imaginación material los metales y la tierra están emparentados, son las dos mitades de una ecuación extraña: la rudeza terrestre y el esplendor metálico. Sin un sentido religioso, este poema se dirige de modo ágil hacia el tema del sufrimiento; de un lado el metal precioso, y en la contigüidad las lágrimas derramadas por la raza, que sufre. Lo dicho muestra de nuevo esta paradoja: de las entrañas con riqueza y la gente con miseria.


 Petróleo como fuerza oscura, la sangre alterada. Un curioso contrapunto lo ofrece una visión externa. El cuentista alemán Gustav Meyrink en su juguetona profecía, establece un giro inverosímil para el “oro negro” y establece que desde las aguas del Golfo mexicano, podría surgir un derrame catastrófico. En fecha tan lejana como 1903 Meyrink fantasea con un derrame gigante que fluye con fatalidad hasta cubrir los mares del globo entero y sellar un final de ecocidio. El ojo de la fantasía inventa un futuro donde la fuente de riqueza infinita, durmiendo bajo la tierra, despierta para ahogarnos en una abundancia maligna, especie de burla de la naturaleza. Pieza curiosa por su futurismo y admirado por su estilo pulcro, este cuento nos lleva de lleno a una característica contradictoria de la riqueza: su sello desgraciado. Mientras la queja común sobre el petróleo había sido económica, por no “derramarse” con beneficios para el país entero, este cuento anticipa la queja ambientalista al extremo. Es un hecho histórico que la sobrexplotación industrial ha traído la depredación natural, pero la imagen plástica de unos pozos petroleros derramándose hasta cubrir el globo entero, dan una nota de alarma en el vacío. En su momento, el cuentista no fue tomado en serio, además que el libro completo de cuentos posee un claro sentido de humor . Si bien, esta perspectiva tan inquietante no forma parte de las líneas usuales de la visión de México, sirve como una interpretación extrema. El petróleo, como objetividad, sí ha generado muchas discusiones y consideraciones sobre su uso y el beneficio sobre el país. Ya sabemos que la expropiación petrolera, del 18 de marzo de 1938 ha sido aceptada como una epopeya nacional, y para la conciencia ordinaria ha sido indispensable mantener en manos del Estado este recurso. Al respecto, se ha mantenido una gran tensión e intensión, por la importancia efectiva (como riqueza presente, fuente del financiamiento del Estado) y la esperada. Sin embargo, el monto de riqueza en manos del Estado, se ha asociado a la tradicional corrupción y al monto desmedido que se imagina. En ese sentido, el lado oscuro de esta sustancia se ha asumido como alimentación de la corriente de corrupción de la “cosa pública”, donde el funcionario (el influyente, el poderoso) convierte esto en beneficio privado, en contra de las reglas y la honorabilidad. Ese es el nivel de corriente oscura, que se acepta en la imagen nacional, su efecto ecocida ha sido muy poco aceptado, incluso en los grandes derrames de petróleo. Por ejemplo, en las discusiones sobre la explotación en mares profundos, predominó la suspicacia sobre una privatización y corrupción encubiertas, sin acordarnos de los riesgos de un desastre ecológico como el imaginado por Meyrink.

sábado, 14 de julio de 2012

MÚSICO EN EL JARDÍN AZCAPOTZALCO














Por Carlos Valdés Martín

 El vendedor de dulces intentó consolarlo: —A pesar de eso, no se derrumbó el mundo.

Sentado sobre la banca de hierro fundido, el músico Olegario Corchea siguió sollozando y como clavado al asiento, no atinaba a moverse. Sollozaba en seco, pues no le alcanzaban las lágrimas a brotar. La incredulidad o la  desesperación mantenían un desierto en su córnea. ¿Qué es un músico sin su instrumento? Una hoja sometida al viento de la amargura.

Romualdo Rosas era un viejo y para sobrevivir deambulaba por las calles de la ciudad con una cajita de dulces y antojos baratos. Así, subsistía y se privaba de gastos básicos como autobuses para alcanzar las grandes avenidas, pues para él eran costosos. Vendía el contenido de una pequeña caja, avanzando hasta el perímetro donde soportaban sus piernas de anciano. En un minúsculo cuarto de azotea se refugiaba cada noche, luego salía a trabajar antes del amanecer, mientras su mujer Dorotea permanecía en el cuartito, limpiando, fabricando dulces y soñando despierta con el televisor como ruido de fondo. En ese único cuarto ella era capaz de hacerlo todo: en la misma hornilla cocinaba la frugal comida diaria o el maíz endulzado que convertía en caramelo comercial.

Romualdo y Dorotea crecieron en un pueblo olvidado de una serranía norteña y no se imaginaban existir el uno sin el otro. Enamorados desde adolescentes, emigraron a la gran ciudad; procrearon dos hijas que salieron del país, luego los olvidaron y habían pasado décadas sin recibir ninguna noticia de ellas.

Olegario cargaba una gran bolsa negra con la silueta de su guitarra, pero esa alforja se escurría hacia abajo como reloj de Dalí, pues su contenido había desaparecido. Sus lentes negros lo protegían del sol que caía a plomo. Preguntaba entre visitantes usuales del jardín público por el instrumento ausente. Saludaba como siempre, con una sonrisa grande y franca, que mostraba los dientes irregulares, bordeados con amarillo alquitrán de cigarrillo. Pedía la disculpa anticipada, como acostumbran los borrachos, mostraba la funda vacía e insistía: —¿Seguro que no la han visto?

Parecía se la hubiera tragado la tierra y él no lo aceptaba.

Ante la frustración, de su gabán raído sacaba una botella traslúcida de refresco, pero rellena con alcohol barato. Ese trago provocaba más calor por eso lo acostumbraba al mediodía; empezaba a sentir pánico y el bebedizo lo calmaba.

Preguntó hasta que un anciano habitual, que pasaba los días enteros sentado en una misma banca, temeroso de ser escuchado hizo una confesión en voz baja: —Fue el Muecas, ese raterillo.
El quiosco modesto, con el estilo de un siglo anterior, estaba adornado con signos moriscos y figuras de relojes de arena simulados y parecía dormir la siesta. Un viento cálido sopló entre los árboles de la rotonda y se entretuvo con las hojas muertas; luego atravesó las rejas del quiosco. En la cercanía, sonó una campanada desde la iglesia, se detuvo el tiempo y permaneció el mediodía inclemente.

Con el eco de la campana Olegario sintió desesperanza y temor. El Muecas era un ladronzuelo amenazante que no entendía razones, pues su hermano mayor ostentaba el cargo de Juez en ese distrito. Por increíble que pareciera, el Muecas se escondía en una pocilga e ingería droga barata, aunque cada vez que cometía un atropello su hermano mayor se acomedía para rescatarlo de la cárcel. Si no fuera por el pariente influyente, el Muecas sería un preso a perpetuidad, pues de cuando en cuando se ponía violento. Corría de boca en boca el recuerdo de una noche cuando enfrentó y golpeó a cinco uniformados; esa vez todos en el barrio juraban que el malviviente nunca saldría, pero, al amanecer siguiente ya vagaba por las calles.

Cuando se terminó el trago de su botella plástica, el músico cruzó unas cuantas cuadras hasta el callejón donde se escondía el Muecas. Urdió un plan de emergencia, tenía unos pesos en los bolsillos e imaginó que sería un rescate suficiente por su amada. El músico se detuvo y pasaron minutos lentos como eternidades antes de atreverse a tocar en la puerta de lámina. Abrió el raterillo, con la mano mugrosa se rascó la barba crecida y sin preguntas de por medio confesó: —Sí, me llevé tu pinche guitarra y fui corriendo a los Empeños; ahí está tu pinche guitarra. Me dieron una mierda de dinero. Y me vale mierda lo que digas, hasta rompí la boleta de empeño. Ni creas que te voy a pagar. Ya te vas largando, antes de que te suene a cabronazos.

El Muecas cerró la puerta con un azotón.

Sorprendido y en silencio, Olegario caminó sin fijarse y terminó en el parque, cerca del último sitio donde lo acompañó a su guitarra. Pensó con cariño, como hablándole a una mujer extraviada: “Eras tan hermosa, te traje de Paracho. ¡Qué pueblo tan bonito!”

Divagó un poco y tuvo una idea. Corrió a los Empeños para suplicar un trato.

El sitio estaba a una cuadra y casi vacío, solamente una ventanilla de atención. Preguntó con ilusión: —¿Le trajeron una bella guitarra de madera hace un rato? ¿Sabe? En realidad es mía y el señor perdió la boleta.
Confirmó sus temores: sin boleta no hay desempeño, es imposible. Tendría que esperar dos meses para comprarla, porque la sacarían a la venta una vez cumplida la condena del empeño.

El músico se imaginó dos meses sin trabajar, sin comer, encerrado en su cuarto, alimentándose con agua de la llave. Alcanzó a decir: —Es una larga espera.

—Ni que fuera tanto —contradijo la voz femenina atrincherada tras la ventanilla—, ni tanto, una mujer espera nueve meses para un bebé.

Olegario se encaminó hacia la misma banca, como lo haría un náufrago a una balsa en mitad de la tempestad. Mientras avanzaba quiso recordar si antes tuvo otra vida y sintió la venda de Cupido sobre los ojos. Intentó imaginar a su madre y sólo una cabellera castaña venía a su mente; intentó con su padre  y apareció una escena lejana con tareas escolares en casa, pero faltaban rostro y cuerpo. Evocó el parque hacia donde se dirigía. Con gran esfuerzo recordó los restaurantes donde pedía permiso para interpretar melodías y recibir unas monedas de parroquianos caritativos.

Al sentarse vio personas viejas y se sintió igual. ¿Qué edad tenía? Lo estaba olvidando, hasta ayer se sentía joven, pero se engañaba. La juventud quedó atrás, arrugada bajo el pliegue de una década. De repente apareció un recuerdo muy claro: Visitó un río junto con su hermano menor, eran unos niños; su madre entretenida preparaba la comida; su padre se alejó a buscar leña para la fogata. Los niños se apartaron de la vista de los adultos, y empezaron a jugar con el agua de un caudal profundo. Unas rocas lisas junto al río parecían seguras y divertidas. Escaló una laja liza, donde cabían dos chicos.  Su hermanito tendría 5 años y él lo invitó para compartir el sitio. Cabían los dos. Miraban el agua y el bosque, platicaban y reían. De momento una palabra agria y un empujón. Olegario recordaba que su hermanito lo jaloneó y al zafarse cayó al caudal. Un ruido breve, una mano agitándose. Ninguno sabía nadar. Olegario dio un breve grito y salió corriendo por auxilio. Vociferó: —¡Mamá, Abelito se cayó al agua!

La señora tampoco sabía nadar, así que gritó hasta que apareció el padre. Ya era muy tarde para rescatar a Abelito. Olegario juraría que, desde entonces, su padre jamás lo volvió a mirar con cariño sincero, siempre sintió un reproche o una acusación, como si el nombre de su hermano le heredara una maldición bíblica.
Un par de años después vino el divorcio. Vivió pocos meses más con la madre, pues ella lo encargó con unos tíos, y Olegario se mudó a otra ciudad. Conservó nostalgia por el hogar maternal, hasta que un mal día un telefonazo avisó que era huérfano.

Nunca tuvo interés por estudiar y la música le encantaba. Encontró un modo de vida, primero en grupos de estudiantinas, luego en tríos y, al final, fue músico callejero, por su cuenta y sin compañía, que cantaba en restaurantes, cantinas, parques... Aborrecía la simple idea de ser padre pues se aparecía el fantasma de un niño ahogado. Esquivó la compañía femenina y cultivó la soledad, la hizo su destino. Tenía la garganta anudada y, al fin los ojos se contagiaron del río, rodó una sola gota salada.

El viejo vendedor de dulces lo conocía y se sentó a su lado. Le movió el hombro con suavidad hasta que Olegario contestó: —Es una pérdida irreparable. No sé qué hacer, sin ella estoy perdido. No puedo conseguir dinero.

—Tampoco se ha caído el mundo.

—Sí se ha caído; además soy ajedrecista —se entretenía con un maestro de ajedrez que daba clases gratuitas a todo público— miro las cosas más allá. No hay bondad en el planeta, nadie me va a solucionar mis problemas, estoy abandonado.

—Acompáñeme a mi casa.

El vendedor de dulces insistió en la petición, casi lo obligó a acompañarlo. Para ser exactos, Olegario estaba agradecido con el músico, un día anterior surgió un cliente  casual. Quería comprarle a Romualdo un producto pero no cargaba suficiente dinero suelto, le faltaba una moneda para completar el pago. El trato estaba por fracasar, cuando el músico pasaba por ahí, se dio cuenta y entregó la moneda faltante. Así, solía portarse Olegario, con una generosidad espontánea, compartía lo poco que poseía. El vendedor de dulces estaba agradecido.

Caminaron en silencio varias cuadras. El paso de Romualdo era lento por los achaques de la edad. El músico miraba al suelo, no deseaba platicar. Al llegar ante la puerta del cuartito, surgió la pregunta: —¿Me va a pagar la moneda? No se fije, yo se la regalé, usté me agrada.

Romualdo no contestó y cambió de tema mientras movía la llave:—Pase, no se quede afuera. —hizo un pausa, dirigió la mirada al interior y saludó a su esposa— Hola mira quién me acompañó; es Olegario, el señor músico.

Un olor a melaza y muebles rancios escapó por la puerta. Adentro el único foco emitía una débil luz y temblorosa, diríase que no tardaría en fundirse. Después de los saludos ordinarios, Romualdo se agachó con lentitud hasta hincarse, descendió a ras de piso y buscó bajo su cama, hasta arrastrar un estuche negro de cuero, y dijo: —Mi hija, la mayor, trató de estudiar música, pero no se le daba eso. Compré el instrumento y este inocente sigue esperándola, pero no creo que cuando regrese se acuerde de esto.
Levantó un estuche empolvado y con silueta de mujer rodeada de telarañas y sopló la superficie. Miró y sonrió como si ese gesto contuviera una disculpa ante la nubecilla polvosa. Izó el estuche con los brazos temblorosos y dijo: —Ahora será tuya.

Puso la guitarra en brazos de Olegario y éste no tuvo palabras para agradecerle, lo abrazó y suspiró como se recibe a los marineros cuando nos salvan del naufragio.